Éramos la palabra, el verbo y el principio. Éramos mirada, certeza, cielo despejado, agua limpia. Vivíamos en tu piel que era el territorio del edén, su aroma y su aliento, el sol el destello que nacía de tu rostro. EL placer era todo, una palabra inventada junto al paraíso, más allá de cuerpos y caricias. Estaba hecho de tu voz, tus manos, mi sombra, mis dudas, tus ojos, espejo que mostraba que la felicidad, si no es para siempre, es posible. Tu mirada es el pozo en el que caben todas las aguas, el manantial en el que abrevó el pecado original, venero del fondo de tu cuerpo que derrama savia con aroma de olvido, destino de penas y nada, recuerdo, promesa incompleta de un futuro sin mañana. Hombre explorador, mito originario, ladrón del génesis y usurpador de la creación, el segundo habitante del edén, parido con dolor por la mujer hecha a imagen y semejanza, nacida de la alquimia del creador, con la sutileza de un brote en medio de la tierra, una flor, el fruto de tu vientre, capullo sin nombre, principio ni final posible, conocido, cierto, inevitable. “Soy feliz”, dijiste, y la frase sonó a maldición, a profecía, a carta sin remitente y a juramento en nombre de dios en vano. Porque la felicidad es una luz impaciente que recorre el horizonte sin detenerse ni quedarse nunca en nuestras manos. Tiene tantos destinos, tantas salidas y llegadas sin horario ni ruta establecida, es llamada y exigida en todos los tonos, en tantos mundos, con voces tan distintas, en todas las formas, que sujetarla es un acto de egoísmo que nadie puede permitirse. Tus lágrimas son el último destello de esa luz antes de perderse, antes de ocultarse repitiendo la promesa incierta de volver, aunque de todos es sabido que esa fluorescencia no repite rutas ni caminos, y nunca regresa por la misma puerta. Pero eso lo sabíamos sin decirlo, como si el silencio hiciera falsa esa certeza. Contemplo el territorio que tú dominas con un gesto, a voluntad, con una sonrisa perdida, una mirada inmutable, una mano extendida, una caricia incompleta, un beso en la boca, una nostalgia extendida en los labios de tu vientre, cuerpo y brazos abiertos en dónde cabe el universo. “Quisiera ser tus lágrimas”, dije, antes de que desaparecieran en el dorso de tu mano acariciando tus mejillas.
Pedro Manterola |
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